Está muy bien que un crítico sea escrupulosamente independiente a la hora de escribir sobre un artista. Que no se venda por un par de copas. Así debe ser. Pero hay críticos o corresponsales, como en este caso, que poco o nada saben del arte que enjuician. Y, a nuestro modo de ver, eso es tan deshonesto como lo anterior. Podemos comprender que a un determinado plumilla le guste más un cuplé bien cantando que una seguiriya llena de quejíos, o que prefiera una cartagenera a una soleá. O dicho de otra forma, que se emocione más con Emilia Benito que con Pastora Pavón. Lo que ya no es de recibo es que se permita hacer comentarios soeces y tabernarios desde las páginas de un medio escrito. Máxime cuando el objetivo final de estos comportamientos es adquirir una notoriedad que difícilmente lograría con palabras medidas y justas.
Viene todo esto a cuento de una gacetilla aparecida en el Eco artístico el 15 de noviembre de 1912, firmada por un tal J. Manzanares. Dice así:
Gran expectación había en esta por ver a La Niña de los Peines, que debutaba en el Arnau, y a él me dirigí, aun cuando algo tarde, puesto que al llegar había terminado la primera parte; allí me encontré, entre otros, al amigo Calcedo, con quien me puse a charlar, cuando llegó el Sr. Villefleur, y me dijo:
—¿Va a decir ahora que el programa es malo?
Y yo, enseñándole mi butaca —y digo que es mía porque siempre la pago—, le respondí:
—Acabo de llegar, y no he visto nada; pero tenga usted la seguridad que si es malo así lo haré constar, aparte de que, como pago cuando entro, no tengo que dar a nadie publicidad de mis actos.
El Sr. Villefleur, que seguramente creía que yo era de esos que van mendigando pases por las contadurías, experimentó una gran contrariedad cuando vio que yo no pedía nada, y, cambiando de diapasón, me dijo que le molestaba mucho que le atacara continuamente, máxime sabiendo que es amigo del Director de Eco Artístico, a lo que yo le contesto que le ataco porque como director merece censuras, y es lo suficiente que sea amigo del Director de esta Revista para que también lo sea mío; pero el corazón tiene que ser incompatible con el cerebro; y como yo no tengo costumbre de limpiar chaquetas ni pido nada, tengo la libertad necesaria para llamar cada cosa por su nombre. La Niña de los Peines es una artista para ganarse unas pesetas en un tablao quejándose de las muelas; con esto, una urbanidad y un poco de amabilidad para cuando le pidan la “Gabriela”, de primera; yo francamente confieso que lo único que vi de extraordinario en La Niña de los Peines fue la nariz, porque para oír cantar flamenco ahí está Emilia Benito, que es el número uno, que conste;
Desgraciadamente, gacetilleros de esta especie los sigue habiendo hoy —todos sabemos sus nombres—, aunque también los hay que son ejemplos y espejos donde pueden y deberían mirarse quienes se inician en estas lides.