6 de noviembre de 2011

La rumba cubana

Traemos hoy aquí un interesante suelto titulado "Iniciaciones", que ahonda en la naturaleza de la auténtica rumba cubana. Es de Federico García Sanchiz y se publicó en la revista Flirt el 3 de agosto de 1922. Dice así:
RUMBA CUBANA
Ha debutado en una importante capital de provincia una compañía de opereta, cuyo elenco pertenece casi exclusivamente a la zona tropical. Procede de la Habana. No tardará en presentarse en el madrileño coliseo de Apolo, entonces tendréis ocasión de admirar el fuego de las hembras mexicanas y cubanitas que figuran entre las artistas de esta famosa caravana.
Según leemos en los periódicos, uno de los mayores éxitos alcanzados hasta ahora por la «troupe» Velasco, ha sido la rumba. Atención. No os desilusionéis. De seguro acudió en seguida a vosotros el recuerdo de la Chelito. Y tributasteis un aplauso a la belleza de la «divette», y al mismo tiempo no comprendéis que la rumba pueda producir una borrachera enorme y profunda de los sentidos. Y es que Chelito baila una rumba adulterada, de cromo, como para el público de las tardes...
El típico baile habanero es muy otro. Tiene su remoto origen en un tango de negros africanos, es decir, es una pantomima casi animal, sobre motivos sexuales. El azucarado ambiente de la antigua colonia, y la malicia de ios blancos, prestó a los gestos y las contorsiones primitivos
un carácter terrible de lubricidad. De esa lubricidad sin palabras, que seca la garganta, que enciende los ojos, que une las gentes en depravadas complicidades y secretos del amor corrompido...
Nuestro baile flamenco es la llamarada, trémula, voraz y brillante. La rumba es el humo denso, retorcido con lentitud, y que agobia, de esa llamarada. Imaginaos una mulata de piel de bronce, con la boca de cabra, los ojos dormidos en indolencia carnal, recostados en los párpados, como en una hamaca; negra azulada la cabellera copiosa. Su cuerpo, redondeado y como hecho con pulpa de plátanos. Caricioso el hablar. Viste una bata blanca y lleva al cuello un alegre pañolito de seda. Imaginaos esa mulata, con sus aros de oro en las orejas que tienen la pelusa del melocotón, una tarde de sol, en el patio de una residencia clásica, con las paredes encaladas, y unas ventanas verdes; con una palmera y en un rincón un pajarraco de irisado plumaje; y arriba el azul que se derrite en luminosidad grasienta. Acaso pertenece el patio a una fábrica de tabacos, y huele el aire a las vegas celebérrimas. Silencio. Misterio transparente.
Y allá a lo lejos, se oye el canto de un negro que pasa con su carretón de frutos, la pina, el mamey, el aguacate, los mangos, chirimoyas...
No saben nada de la confluencia dramática de dos miradas, aquellos que se contentan con los guiños de las peripatéticas de «cabaret». Visión de algo supremo y tremendo, la que produce el choque de la mirada de la mulata con la vuestra. Ibais a decir algo, y permanecéis en un mutismo inexplicable. La sonrisa se apaga en vuestros labios. Y entonces, con pudor del impudor, insinuante y fugitiva, la hermosa bestia dorada se yergue y se desmaya, avanza su vientre, luego lo hurta al ataque vuestro, se retuerce, promete la felicidad, suspira, y así eterniza su simulacro, y acaba revelando un espasmo que nada podría contener...
Esa es la rumba, olorosa y cargada de calidad, rito del amor en las tierras de una exuberancia y una fecundidad fenomenales. Tan es así, que yo recuerdo un episodio imborrable y revelador de la comunión entre la gleba y sus cultivadores, hechos de esa gleba. El entierro de un negro ñáñigo por un camino. Escoltaban el ataúd tres o cuatro centenares de negros. Y los que llevaban la caja, y los que le seguían, todos, todos, reposada, solemnemente, entonaban y  bailaban una rumba, que fingía un oleaje. Con tal ceremonia, creían los ñáñigos conmover a la naturaleza, que iba a tragarse a su muerto.